duerme de noche y todo lo hace bien. Nunca lo vi llorar pero sé que
quiere. Pequeño abril está en mis ojos y su voz es la única que puedo recordar. Es magia, culpa
y soledad. Recorre despacio la ciudad y me ve cuando no lo veo. Respira fuerte
en mi espalda y en el momento que empieza a amar, me sonríe y jugamos una
carrera.
Pequeño
abril tiene un lugar en mi cuerpo. Es el perdón, la perseverancia y el énfasis.
Le pateo la puerta, y viene. Me desarmo con la dignidad. Actúa para mí y se
convence en el adiós. “Fui más que un lugar en tu pecho, un abismo de sol”.
Viaja por el suelo y se arrincona en mi colchón.
Pequeño
abril nunca fue pequeño pero el título quedaba bien. Muere en mí y vivo en él.
Tiene que morir en el guión pero la escena parece no llegar nunca.
Lo miro y
sabe que ya me agoté, que siempre pierdo. Entonces afina la guitarra y brilla
para mí (o eso intenta). “Gracias por el desayuno eterno abril”. Y no crece, y
yo tampoco. Si todo termina, nosotros también. Si el acepta que no soy nada y
yo también me lo creo, nos perdemos para siempre.